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lunes, 17 de agosto de 2015

Autoestima


Un anuncio ofrece 
cómo hacer crecer mi autoestima 
a partir de los 50. 
Gracias. 
No es lo que más me interesa que crezca. 

Después de los cincuenta 
a uno le deberían regalar la potestad 
de parar relojes o madurar cerezas, 
detener el candor de las miradas
y que los pasteles no aumentaran 
la densidad de bestsellers en sangre
ni los dolores de cabeza hueca.
 
El prodigio de que las mujeres tuvieran la edad 
con que uno las desea 
y ellas creen haber dejado atrás, 
perdida en esos sitios 
en donde se ocultan corazones y ahorros, 
diarios con cerradura y fotos con un trozo roto
y alfileres de colores 
y gomas para la coleta.

A los 50, ay, más que nada, 
uno quisiera que le hicieran decrecer 
los remordimientos. 
Pero es algo que piensa para ser dicho 
con la boca pequeña
a unos jóvenes desprevenidos,
en una verbena de luna llena.

Porque a esa edad a uno le queda
-refugiadas en la bragueta- 
cenizas de mala conciencia 
para seguir escribiendo poemas
y esperando el tren de la infancia 
que siempre trae retraso 
o está averiado 
en la vía muerta de alguna cama
que todavía no tiene alcoba
y aun son vírgenes las sabanas de seda.

© Mariano Crespo


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