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miércoles, 16 de julio de 2014

Grafodependencia y otras adicciones



                               
                            A los que aman algo de lo que escribo 


Por qué se escribe.

Esa es una pregunta para la que no encuentro
respuesta en este desván en desorden. 

Admito que algunas tardes,
sin llamarme Cristóbal, 
gustaría más de descubrir un continente 
o sin que me llamen Giacomo 
naufragar en un contenido 
hasta llenarme el sexo de barro
y de veneno frutal la mente. 

Por qué se escribe,
si hay tantas razones para cerrar el pico 
con la hermosa dignidad con que contempla 
la ciudad el gorrión callado
o la torre del campanario 
o el neón de un hotel 
para las víctimas de amor sin cómplice. 

No hay que buscar razones a los adictos:
vemos o imaginamos unas palabras 
y nos empiezan a temblar las manos. 
Es una carencia
imperiosa y absurda 
grave como la necesidad 
de tener un dios cercano. 

No es que desconozca 
que hay oficios más productivos 
y aficiones más saludables 
como pasear en bicicleta por los océanos 
o conducir rebaños de abejas 
por la inmensidad del polen. 

Tengo que admitir
que con la palabra se puede ser profeta
o vendedor de pócimas y jarabes. 
También abogado de herejes,
predicador en los grandes almacenes,
notario de emociones 
y diccionario de errores
para mujeres infalibles
u otros suicidios afines, 

Claro que asumo
que hay múltiples maneras 
de ser un estorbo útil 
como un paraguas en el cine. 

Por qué se escribe. 
No hay que buscar razones a la misericordia.
Vemos temblar unas manos 
nos empiezan a imaginar las palabras
y si te estás empapando que importa si llueve.
Es una necesidad 
imperiosa y absurda,
grave como la incongruencia 
de levantar un templo a mí mismo, 
ese dios impostor en el que no creo. 



© Mariano Crespo

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